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Sin saber el por qué, con 7 años y al igual que la mayoría de los niños refugiados saharauis, vivía con intensidad cada mes del año, esperaba con ansia que llegase febrero, el mes en el que todos los días nos levantábamos y sonreíamos, quizás era por que esperábamos que en cualquier día nos iban a llamar en el colegio “madrasa” y nos iban hacer la foto individual, la cual, cuatro meses más tarde, se a iba a transformar en nuestro pasaporte colectivo; un gesto que se traducía en que a partir del 15 de junio todos y cada uno de nosotros, se iba a empezar a prepara la mochila, y a soñar con un verano diferente, piscina, fuentes de agua, playa, helados, gominolas,...; aquello que nos parecía diferente, aquello que era lo interminable, mirabas por donde mirabas, aquello era otro mundo y tan diferente, que lo contemplábamos como si fuera el paraíso.

Aún 12 años después, recuerdo aquella primera vez que sentada en una mesa, al lado de una compañera de clase me llamaron, y rápidamente me puse a hacer la fila para que nos hicieran la foto, todos empezábamos a imaginar nuestra familia, ¿como sería? ¿Como será? Aquello se acercaba y se alejaba cada vez más, según nuestros nervios.

Era un rutina, te levantas, desayunas un trozo de pan untado en un poco de aceite de oliva, y si había suerte con que tus padres estén despiertos igual tomabas un vaso de té, e igual llegabas tarde a clase y te tocaba echar la carrera de tu vida, para evitar que tu profesor con un palo te diese, o que te mandase a limpiar la clase durante una semana, “aguba” algo así como castigo, y así pasamos nuestra infancia, año tras año; el niño refugiado vivía a la espera de un pequeño cambio, a la espera se decía que todo lo bueno se hace esperar, y que gran verdad.

Año tras año, veníamos y veraneábamos con la familia española dos meses, y a la vuelta el mismo día en el aeropuerto todos contábamos nuestra experiencia, había a quien le habían puesto gafas, y aquello era el chiste del viaje, a quien le habían cortado el pelo, o simplemente había estado todo el verano en la piscina y volvía “más negro” aún. Aquello era un sueño hecho realidad, entre nostalgia por irnos y la alegría de volver a casa, todo era un mundo de sensaciones diferentes, nada más ver la carita de cada uno de nosotros, digo de nosotros porque a pesar de estar aquí en España “el paraíso, de mi infancia” aún recuerdo aquello como si fuese ayer.

Diario de un niño refugiado.
Benda Lehbib Lebsir.

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